Los pequeños detalles que me hacen actuar como una fanática de la ecología

Últimamente vengo preguntándome muy seriamente cuándo me volví una loca ecológica. Quiero compartirles mi experiencia a ver qué les parece y que me cuenten si soy la única o a ustedes también les pasa.

Hace unos meses fuí a la casa de una amiga y me sorprendí a mi misma sintiendo que se me prendía una lucecita rojo en mi cerebro cada vez que veía que hacía algo «anti ecológico». Para que entiendan bien a qué me refiero, mientras miraba a mi amiga cocinar noté que:

1. dejaba la canilla abierta mientras lavaba los platos,

2. Dejaba la heladera abierta por varios minutos -dejando perder el frío y haciendo que consuma más energía-,

3. tiraba todos sus residuos sin clasificar y para peor mandaba a la basura alimentos que estaban casi en perfecto estado sólo porque «hacía una semana que estaban en la heladera». El súmun fue, sin dudas, cuando tiró una salsa que se había puesto fea ¡¡por el inodoro!! La sola idea de gastar 20 litros de agua en una descarga innecesaria me sacaba canas verdes.

Con estas dos acciones bastó para que mi alma sensibilizada con la cuestión ambiental pusiera el grito de horror en el cielo pero, aún así, no dije nada. ¿Qué derecho tengo de señalar con el dedo lo que hace en su propia casa? Además -pensé –¿no será que estoy demasiado fanatizada con todo esto? Tal vez esté exagerando.

La cuestión volvió a mi mente un día en el StarBucks, lugar al que me gusta mucho ir pero que me hace sentir culpable porque todo lo que se consume viene en envases desechables. Esto siempre hace resurgir mis preocupaciones por todos esos implementos que se consumen a diario en las ciudades y que duran un uso y van directo al tacho ¡sin clasificar! ergo, sin posibilidades casi de ser recicladas.

Cubiertos, bandejas, bolsas plásticas, packaging de todo tipo. Pensar que con tan poco como tener un cesto extra, separar la basura y encargarse de depositarla en el lugar adecuado alcanzaría se haría tanto bien al planeta. Este es otro punto sensible de mi conciencia ambiental que se siente al borde del abismo al ver cómo a tantas personas aún les pasa desapercibido.

Así fue como en mi último paso por Starbucks, y más allá de que sus vasos son de cartón, no pude dominarme y terminé trayéndolos conmigo y usándolos para unos brotes de ajíes que tenía que transplantar. La duda volvió a asotarme: ¿estaré perdiendo mi cordura? ¿qué hace una persona cuerda con unos tarros sucios en el bolso? Lo dejé pasar, no creía que fuera tan tremendo aún.

Claro que poner el agua que sobra del mate en mi regadera (bidón de jugo reutilizado) para hidratar a mis plantitas no es nada alocado. Tal vez tener las botellas de vidrio (y todo elemento de este material) separadas de los residuos por meses porque no tenía oportunidad de tener cerca un lugar donde llevarlos a reciclar no fuera tan grave, me dije.

Pero volví a sentir que tal vez estuviera desvariando un poco cuando me fuí (a falta de tener coche) en un viaje de una hora en tren y colectivo hasta la casa de mi mamá con las botellas, unas quince en total y pesaban bastante, porque cerca hay uno de esos súper cubos para dejar el vidrio para reciclar. Eso fue un poco extremo, podría decirse.

Tal vez sea medio extraño haber levantado alguna que otra pila del suelo porque me daba no se qué dejar que fuera a contaminar el agua si yo podía impedirlo. Si lo pienso mejor, ya cuando trabajaba de recepcionista separaba los papeles y plásticos y se los daba al primer cartonero que pasara. ¿Acaso mi conciencia ambiental estuviera haciéndome actuar de formas extrañas? ¿Seré muy rara?

¿Soy la única que siente real indignación al ver a los encargados de los edificios lavando las veredas cada mañana (limpio sobre limpio) y dejando correr el agua como si no fuera escasa? Son esos los momentos en que siento que debería dejar salir mi Justiero Ecológico para impedir semejantes barbaridades.

Aún veo muchas personas (¡y de todas las edades!) tirando papeles o botellas al piso sin pensar en que tal vez en un rato ellos vuelvan a pasar por allí y estén entre la basura que ellos mismo generan. Estas cosas me exasperan sobremanera… ¡¡quisiera decir a los gritos que hacen mal!! ¡¡qué esperan para empezar a cambiar las cosas por ellos mismos!! Pero no hay caso, es un riesgo que no me animo a tomar. Lo más seguro es que quede como la loca y me den una mirada de indiferencia que no soportaría.

Por eso, la última vez que cené con cubiertos plásticos y tomé en vasos descartables volví a envolverlos en servilletas para que no ensucien y me los traje a casa para tirarlos con los desechos reciclables como corresponde. Por eso, seguiré diciendo «la bolsita no hace falta» cuando salga de compras, aunque me miren como si tuviera un fetichismo a la inversa. Porque mis acciones sí las puedo controlar y haciendo lo que corresponde, la lucecita roja de alarma en mi cabeza se apaga.

Tal vez sea una fanática -y todavía hay quien me mira raro cuando voy a dejar la bolsa en el tacho de reciclables indicado, aunque no lo crean- pero puedo decir que desde mi lugar, estoy haciendo algo por el mundo y por el prójimo. Siempre se puede hacer más, mucho más, ¡por supuesto! y a eso apunto pero mientras tanto ¡estoy feliz que mi conciencia sea cada día más verde!

(Aproveché a ilustrar la nota con muchas fotos que saqué en estos meses que tienen un denominador común, adivinen cuál!)

Arte reciclado: la basura es la materia prima de los artistas

Dice el dicho popular que “la basura de los ricos es el tesoro de los pobres”. Algo de esta verdad hay en la reconversión que algunos artistas ponen en marcha cuando utilizan elementos desechados para crear una pieza de gran valor cultural.

Justin Gignac, un artista neoyorquino, quiso probar que el packaging en nuestras sociedades es tan irresistible que cualquier persona compraría lo más insignificante si viene en un envase bonito.

En 2001 comenzó a guardar basura de las calles de Nueva York en frascos de todas las formas y, desde entonces, no ha parado de vender su obra de arte en el mundo entero.

Gracias a nuestro blog amigo Mis suéteres feos que nos hizo conocer New York Garbage y nos ayuda a pensar que la basura también puede ser arte.

Las colillas tardan 18 meses en degradarse a la intemperie y mientras lo hacen, sus sustancias tóxicas contaminan las fuentes de agua que toquen. Dos artistas las han usado para crear sus obras.

El suizo Jinks Kunst (35) hizo el retrato del célebre compositor Serge Gainsbourg a base 20.ooo de colillas de cigarrillos.

Virginia Buitrón (1977) es una artista plástica que no quedó indiferente cuando vio la cantidad de colillas que había tiradas en la arena de las playas en Puerto Pirámides. Pensando en evitar la contaminación (contaminan entre 5 y 8 litros de agua) Buitrón se puso en campaña para recolectarlas y las fue juntando en frascos pulcramente clasificados.

Su alma creativa pensó que una gran manera de poner el tema sobre el tapete era hacer intervenciones artísticas. Entonces hizo en la playa una línea de 50 metros de colillas y formó grandes ceniceros colectivos en la arena. Después le siguió una exhibición de frascos que parecen alfombras de colillas en el Palais de Glace.

Con su trabajo buscó generar preguntas y hacer reflexionar a quienes visitaran su muestra. Si querés comunicarte con Virginia, podés entrar a www.juntacolillas.com.ar y donarle vos mismo colillas para que siga creando obras de gran valor.

Juntacolillas

Sean Avery es otro gran creador que usa como materia prima CDs reciclados y otros desechos electrónicos para dar forma y texturas más que reales a criaturas como halcones, ratas y hasta pulpos.

Sean además de artista se dedica a ilustrar libros infantiles con el mismo talento que demuestra en estas bellas esculturas. Le gusta pensar en su arte como «sustentable» y vaya si lo es!

No dejo de pensar en el mundo de posibilidades que representa lo que para algunos es basura y para otros no es más que el punto de partida de una obra única que, además, ayuda a que haya menos residuos circulando por el mundo.