Los invito a pensar en una comunidad donde todos se vean como iguales y se fomente la solidaridad, donde la tierra sirva para hacer ladrillos, las ramas para sostener paredes, los desechos vuelvan a la tierra para nutrir los cultivos que alimenten a las personas, donde se usen energías limpias, donde de los techos de las casas crezca pasto, donde la unión entre hombres y naturaleza sea posible y no una relación de imposición de uno sobre el otro. Parece utópico, pero no lo es. La permaculura es el arte de volver posible un nuevo tipo de asentamiento humano.
El concepto puede aplicarse tanto a pequeños espacios (una casa en la ciudad, en las afueras de un pueblo, una granja) como a lugares más amplios, por ejemplo, comunidades de entre 200 y 500 personas. El término se empezó a escuchar por la década del 70 de boca de Bill Mollison, un australiano que buscó condensar así la idea de cultura permanente o agricultura permanente que busca la autosuficiencia.
Mollison consideró la permacultura como una asociación beneficiosa de plantas y animales con los asentamientos humanos. «La Permacultura, como herramienta, es ante todo un cambio de percepción. Es crear sistemas organizados que estén al servicio del hombre pero también cuidando los recursos, haciendo prevalecer la diversidad y la cooperación de todos los elementos que ponemos dentro de nuestro micro espacio», apuntan los permacultores de CIDEP.